Cuando era niña, mis papás siempre me decían que no podía estar en frente de un espejo porque empezaba a hacer morisquetas. Qué se yo por qué lo hacía. Simplemente porque sí, como casi todo lo que uno hace cuando es chiquito. Eso de decir que era porque era «interesante o divertido» son etiquetas que uno aprende más grande… y que arruinan un poco la espontaneidad, pero continuemos.
He estado en casa sin salir mucho pues mi hijo de tres años está un poco enfermito. Ayer, mientras yo leía Calvin and Hobbes, él empezó a imitar algunas de sus caras y me pareció lo máximo. Como ven, no soy nada objetiva con mi hijo. Todo lo que hace me parece lo máximo. A menos que esté en un ataque lloradera o de pataleta, o portándose mal.
Ayer me descubrió infraganti mientras llamaba por teléfono para pedir una cita con el doctor. Tenía en mis manos el folleto del seguro médico, en el cual hay una hermosísima foto de un niño sonriente en una cama, que está viendo cómo el doctor le pone una inyección que mide como medio metro. Cuando la vió, empezó a gritar, aterrorizado » ¡Totora noooo, totora noooo! ¡La totora me a mieeedo!» Y yo pensando, pero a quien se le ocurre poner semejante foto taaaaan real en la portada de un brochure. Rápidamente taché la inyección con el bolígrafo que tenía en la mano y traté estúpidamente de convencerlo de que había desaparecido.
No conseguí cita para ese día, así que le dije que «la doctora estaba cerrada». Maravilla, se le olvidó el asunto, o así creía yo.
En la noche, mientras rezábamos, le pido que diga algo por lo que quiera dar gracias y dice: «porque la totora está cerrada».
Fin
Por Michelle Lorena Hardy – Chicadelpanda.com